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El jeep avanzaba lentamente por el camino de tierra, sacudiéndose con cada piedra y raíz que sobresalía. El bosque de Aokigahara Norte —conocido por los lugareños como “el Cementerio de Pinos”— se cerraba como una trampa húmeda y silenciosa alrededor del vehículo. Eran siete tres parejas y un soltero. El plan había sido de Diego, siempre impulsivo, siempre buscando emociones. Les prometió un fin de semana de senderismo, fogatas y desconexión. Nadie pensó en discutirlo, aunque varios lo lamentarían después. —Esto está más denso de lo que pensé —dijo Clara, la novia de Diego, mirando con recelo los árboles que parecían inclinarse hacia ellos. —Relájate, princesa. Si nos comen los osos, al menos morimos en buena compañía —rió Sebastián desde el asiento trasero. Su novia, Camila, no respondió. Estaba ocupada intercambiando miradas silenciosas con Tomás, el mejor amigo de Diego. Lucía y Martín, la tercera pareja, venían discutiendo desde que salieron de la ciudad. Nadie sabía exactamente por qué, pero el veneno entre ellos se notaba. El último del grupo era Julián, el soltero. Siempre observador, siempre callado. Tenía una pequeña libreta en la mochila donde anotaba cosas que los demás no sabían. Llegaron a una pequeña cabaña abandonada a la orilla del bosque. Diego se la había conseguido a través de un foro de campistas. Nadie preguntó por los detalles. El aire olía a humedad, a musgo podrido y algo más… algo metálico. La primera noche fue tranquila. Bebieron, comieron malvaviscos junto al fuego y se contaron historias. Clara notó que Camila se reía demasiado con Tomás, y que Lucía evitaba tocar a Martín. Julián apenas hablaba, pero tomaba nota mental de cada cruce de miradas. El bosque parecía susurrar algo. Una lechuza los observaba desde lo alto. Nadie lo dijo, pero todos sentían que no estaban solos. El segundo día, se adentraron más en el bosque. Diego insistía en explorar, mientras Clara se aferraba a su brazo. Camila y Tomás caminaban juntos, muy juntos. Martín iba solo, cabizbajo. Lucía, con una sonrisa falsa, le echaba miradas fugaces a Julián. En algún punto, Diego se dio cuenta de que ya no estaban en el sendero. Los árboles eran más altos, más cerrados. La luz apenas pasaba. El GPS no funcionaba. La señal había desaparecido hacía horas. —No deberíamos volver —preguntó Lucía, inquieta. —Estamos bien. Solo hay que seguir hacia el norte —respondió Diego con seguridad forzada. Pero el norte no los llevó a ninguna parte. Esa noche no encontraron la cabaña. El bosque parecía haber cambiado. Acamparon en un claro, con una pequeña fogata que chispeaba temblorosa. Julián no comió. Clara lloró en silencio. Martín no dejaba de mirar a Lucía, como si esperara una confesión. A medianoche, escucharon los pasos. Ramas crujían. Alguien —o algo— se movía entre los árboles. Cuando Diego salió con una linterna, no encontró nada. Solo huellas. Grandes. De hombre. Descalzo. A la mañana siguiente, faltaba una tienda de campaña. Y faltaba alguien. Martín. Lo buscaron por horas. Encontraron su gorra, su linterna, y luego… un rastro de sangre. Lucía gritó tanto que casi se desmayó. Diego intentó calmarla, pero ella lo empujó con furia. —Él sabía Él sabía lo mío con Julián Todos la miraron. Julián bajó la cabeza. Camila le lanzó una mirada que lo atravesó como una flecha. —Tú también —dijo Clara con voz quebrada. —No solo ellos —interrumpió Camila, con frialdad venenosa—. Tomás y yo… desde hace meses. Diego se quedó helado. Su mejor amigo. Su novia. Las raíces podridas empezaban a salir a la luz, una a una, como gusanos entre los árboles. Julián dio un paso atrás, incómodo. Clara temblaba. Diego lanzó un puñetazo a Tomás, que cayó entre hojas secas. Gritaron. Lloraron. Se separaron. Fue un error. La siguiente en desaparecer fue Lucía. Su grito se escuchó desde lejos, ahogado, breve. Cuando llegaron corriendo, solo encontraron una cadena de su mochila enganchada a un árbol. Clara no paraba de repetir que alguien nos está cazando. Julián lo escribió en su libreta No estamos solos. Esto no es humano. Esa noche vieron al asesino por primera vez. Apareció entre los árboles, alto, cubierto con una máscara de cuero hecha de pedazos de rostros humanos. Llevaba un hacha oxidada y no hablaba. Solo miraba. Luego desapareció. Diego propuso correr hacia el norte, pero el miedo los había dividido. Camila se fue con Tomás. Clara se quedó con Diego. Julián desapareció sin decir nada. Los días se volvieron borrosos. El bosque no tenía lógica. A veces encontraban lugares que ya habían cruzado. Oían voces de los que ya estaban muertos. El asesino los acechaba, pero nunca atacaba de frente. Disfrutaba el juego. Camila murió la tercera noche. Tomás apareció al amanecer, con los ojos vacíos y las manos manchadas de sangre. —La dejó. Huyó —dijo Diego con rabia. —No… —susurró Tomás—. Me obligó a elegir. Ella o yo. Clara ya no confiaba en nadie. Julián volvió esa misma noche, herido, delirante. Dijo que había encontrado una especie de altar en lo profundo del bosque. Fotos de personas. Muchos faltaban desde hace años. No es solo un hombre —decía Julián—. Es un legado. Una maldición. Vive aquí, entre raíces. Se alimenta del odio. Del engaño. El grupo ya era solo sombra de lo que fue. Diego, Clara, Tomás y Julián. Hasta que Tomás desapareció. Nadie preguntó cómo. Nadie lloró. Clara y Diego estaban demasiado rotos. Julián seguía escribiendo. Cada página tenía un nombre tachado. La última noche, Julián les contó la verdad. —Yo sabía lo de Clara y Tomás. Lo sabía desde antes del viaje. Y traje a todos aquí por eso. —Qué estás diciendo —preguntó Diego, temblando. —Que esto no fue casual. Yo encontré esta cabaña. Yo elegí este bosque. Porque sabía que los destruiría. Y porque… quería verlos pudrirse desde dentro. Clara lo miró con terror. Julián sonrió, sin alegría. —El bosque no mata al azar. Mata cuando huele la culpa. Esa noche, Julián desapareció. Diego y Clara fueron encontrados dos días después por un grupo de búsqueda. Estaban en shock. No hablaban. Los cuerpos de los demás nunca aparecieron. El bosque los había tragado. Días más tarde, un guardabosques encontró una libreta en una piedra cerca del arroyo. La última página decía Quien traiciona a los suyos, deja abiertas las puertas del bosque. Y el bosque no perdona.