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En un pequeño pueblo rodeado de densos bosques, vivía una joven llamada Sofía. Desde niña, había escuchado historias sobre el Bosque de los Susurros, un lugar donde, según la leyenda, los espíritus de los muertos vagaban eternamente. Los aldeanos decían que, si uno se aventuraba demasiado adentro, podría escuchar los susurros de los fantasmas, que a menudo llevaban a la locura o a la muerte. Una noche de otoño, Sofía decidió desafiar la leyenda. Armada con una linterna y una cámara, se adentró en el bosque, decidida a desentrañar el misterio. Los primeros metros fueron tranquilos, pero a medida que avanzaba, comenzó a notar cambios en su entorno. Las sombras parecían moverse por sí solas, y los árboles, antes silenciosos, ahora crujían con un sonido inquietante. De repente, escuchó un susurro en la distancia. Ven con nosotros, decía la voz, suave pero insistente. Sofía, intrigada y un poco asustada, siguió el sonido. A medida que se adentraba más en el bosque, los susurros se hicieron más fuertes y claros, formando palabras incomprensibles que resonaban en su mente. De pronto, la linterna se apagó, sumiéndola en la oscuridad total. Sofía, con el corazón latiendo desbocado, intentó encenderla de nuevo, pero fue en vano. En ese momento, una figura etérea apareció frente a ella, flotando en el aire. Era una mujer con el rostro pálido y ojos vacíos, vestida con harapos. La figura se movió lentamente hacia Sofía, sus pies no tocaban el suelo. Quién eres preguntó Sofía, su voz temblando. La figura no respondió, pero sus labios se movieron, formando palabras que Sofía no podía entender. De repente, otras figuras comenzaron a aparecer a su alrededor, todas con la misma apariencia espectral, moviéndose como sombras en la noche. Sofía intentó correr, pero sus pies parecían pegados al suelo. Los susurros se intensificaron, convirtiéndose en un coro de voces que gritaban en su mente. Únete a nosotros, decían, Únete a nosotros y nunca estarás sola. Sofía sintió una presencia fría envolviéndola, y una fuerza invisible tirando de ella hacia las sombras. En ese momento, una luz cegadora atravesó el bosque, y Sofía se encontró de repente de vuelta en el claro, temblando y jadeando. La linterna estaba encendida en su mano, y no había rastro de las figuras espectrales. Con el corazón aún latiendo con fuerza, Sofía corrió de regreso al pueblo, jurando nunca volver al Bosque de los Susurros. A la mañana siguiente, Sofía le contó a sus amigos lo sucedido. Algunos la creyeron, otros no. Pero todos sabían que el Bosque de los Susurros era un lugar peligroso, y que aquellos que se atrevían a desafiarlo a menudo pagaban el precio. Desde ese día, Sofía nunca volvió a ser la misma. A menudo se la veía mirando hacia el bosque, con una expresión de terror en su rostro. Los aldeanos decían que, a veces, podían escuchar susurros viniendo de su casa, y que Sofía, como si estuviera en trance, respondía a las voces invisibles. El Bosque de los Susurros seguía siendo un misterio, un lugar donde los espíritus vagaban eternamente, esperando atraer a nuevos incautos a sus filas. Y Sofía, atrapada entre dos mundos, se convirtió en un recordatorio constante de los peligros que acechan en las sombras del bosque.