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Después del huracán Después del huracán, la casa y toda el área inmensa y horas antes verdeante y erguida del cocotal apare cerían completamente desoladas, cubiertas de peces. De las cornisas se verían colgando tentáculos de pulpos, calamares y jibias, opalesciendo, húmedos de un lustre pegajoso y lagrimeante que iría formando lentísimos charcos fosforescentes en el suelo, un cortinaje en jirones trémulos de estalactitas a la redonda, como si el techo o lo que del techo quedara- se estuviese derritiendo bajo la llovizna caliente y gris que aún caería. Por el hueco enorme abierto entre las tejas, por las indefensas ventanas de cristal hecho añicos, habrían irrumpido corrientes de espuma habitada arrollándolo todo, polvificando los objetos frágiles y menudos, arrancando en remolino del piso los pesados muebles de caoba y haciéndolos navegar con levedad de balsas de habitación en habitación, tragándose para siempre algunas cosas, expulsando otras cuadros, alfombras, un viejo reloj de péndulo- que luego serían encontradas kilómetros más allá, en las lindes del cocotal, ornamentando el paisaje. Resultaría casi im posible caminar por los salones y subir y bajar escale ras, de tanto sargazo enredándose en los pies, de tanta aguaviva haciendo resbalar; en las gavetas, dentro de armarios y baúles, adheridos al envés de sillas, mesas y colchones, sería fácil descubrir hipocampos y estrellas de mar, cangrejillos cárdenos o color canela de elusi vas y exquisitas formas, conchas, caracoles, minúscu los peces brillando igual que gemas. Todo aquello que pudiera contener algún volumen de agua -bañeras, calderos, lavamanos, jarrones- se hallaría en precipi tada ebullición, rebosando meros, pargos, esturiones por docenas, zarandeándose y mostrando un ojo inanimado y perfectamente circular, un segundo, dos, en la superficie de aquel mar que ofuscaría con sus proporciones exiguas y su ausencia de arena. Fuera, mirando desde la terraza atestada de detrito en direc ción de la playa, no se observaría ni rastro de la barre ra de piedras que separaba al arenal del terreno liso de grama esmeralda en que estuvo engastada la casa. Sólo tramos de una suciedad de yerbajos revueltos con arena y pencas de palma, cascajo, cocos hendidos: la avenida que abriera el tambaleo en hileras de cocote ros señalaría el paso de la Gran Ola que vino desde el océano en el momento más exorbitante del ciclón. Cuando Acisclo Aroca regresó de su presurosa huida se le llenaron de lágrimas los ojos, de la cons ternación y el desconsuelo, y tuvo que cubrirse con un pañuelo la nariz, del hedor a marisco podrido que estaba empezando a extenderse, junto con el mosquero. negreciente, por todas partes. Había sido una fuga repentina, improrrogable, determinada principalmen te por el hecho de que Acisclo vivía solo, sin ver a nadie casi nunca, en aquella casa que hubiera dade cabida sin problemas a un ejército completo: a última hora, cuando ya se estaba abarrotando el horizonte de nubes monstruosas, algún pescador de por allí cerca se acordó de él y le dio aviso. No tuvo tiempo de llevar nada consigo, ni menos aún de ponerse a tapar ventanas o a recoger las cosas que había sueltas por los alrededores. Escapó porque vio en la mirada despavo rida del pescador -sudoroso bajo la creciente sombra compresora que lo que decía era verdad: ¡Váyase o mañana no amanece aquí! Ahora, al encontrarse con todo esto, comprendió que había tenido la razón. Pero no le estuvo agradecido, pues hubiera preferido mil veces desaparecer con sus posesiones que enfrentarse a lo que estaba viendo. Sin embargo, en el instante de la urgencia no creyó que tanta destrucción fuese posible. Pensé en su vida, y en que mejor era correr el riesgo de que ocurriera algún destrozo adecuadamente repara ble a perder lo único que no se podía reemplazar. Jamás le pasó por la mente la idea de un asolamiento semejante, que tan sólo en una noche había echado por tierra lo que tantos años le tomó construi. Acisclo Aroca caminará por entre las ruinas de su casa, solo, apartando con las botas de goma peces muertos, fragmentos de tejas, los despejos de objetos que reconocerá, si se fija bien, por retener algo del matiz o la apariencia de ayer. Trabajosamente, se desplazará de una pieza a otra, de la primera a la segunda planta, deteniéndose una que otra vez para doblarse y coger del suelo alguna cosa, y contemplarla entre los dedos, estupefacto, como si se tratase de un utensilio prehistórico o de algo que hubiera visto en la niñez y que viniese ahora a recordar. No es posible..... murmurará perdido, igual que si sostuviera una brújula inservible en medio de un bosque intermi nable. En la última alcoba girará en redondo, fatigado ya del caos, e iniciara el camino de vuelta. De repente, sin embargo, se desviará hacia la terraza con la presteza de alguien que atieun llamado. Al salir al aire de la tarde, Acisclo tendrá el aspecto de haber envejecido diez años. Con el rabilio dci ojo, a mano izquierda, antes de orientar de lleno la vista en esa dirección, entreverá la luminosidad azul-plata de la piscina. Parece ser lo que menos estragos ha sufrido de la propiedad. En torno a la superficie impecable del óvalo turquesa se han acumulado ganchos, hojas, toda clase de desperdicios, creando la impresión de que el viento se hubiera prohibido arrojar nada adentro, o de que se hubiese encargado alguien de limpiar el agua de todo residuo. La piscina refracta la platinada luz de los nubarrones que ha dejado atrás el huracán; la llovizna (aliora tenue, invisible) puntea el agua en reposo, llenándola de microscópicas ondas que entrechocan, concéntricas, creadas como por un posar ligerísimo de insecto. Acisclo no consigue apartar los ojos. Se le va el tiempo sin que lo perciba. Cuando vuelve en sí (mover se ha sido romper el encantamiento) descubre que hay un sol elíptico flotando encendido entre una faja tirante de nubes y los cocoteros que han quedado en pie: la elipse de fuego amenaza con chamuscar lo que queda de las copas desmochadas. De nuevo pone su atención en la piscina. Al centrar la mirada, asombra do, repara en que su extraña embriaguez de horas no fue, de ninguna manera óptica, sino auditiva, una suspensión tal que parecía estar viendo con el oído. Lo que ha estado oyendo es una especie de canto, no sabe con certeza si puede calificarlo de esc, pero no da con otra palabra que sirva para describirlo. Es un canto. La voz más inconcebiblemente hermosa que ha escuchado en su vida. Cantando. La más inaudita y sobrenatural música que oídos humanos oyeran. Entonces la vería por primera vez. Una agitación imperceptible apenas (no de brisa ni de gotas rezaga das) en el centro justo del óvaio. Un temblor subiente como de surtidor. Y de pronto emergería la cabeza coronada de coral anaranjado, y en seguida el cabelio larguísimo, verdusco, musgoso, enhilado de perlas y cubriendo los hombros, la espalda, los senos, a su vez velados, cada uno, por una aferrada asteria. Estaría mirando directo a la terraza, inexplicablemente inmóvil en lo más hondo de la piscina, medio cuerpo sumergido en el agua que ya habría adquirido tonalidad de estaño, esmaltada de la cintura hacia ar iba por la ciareza en sesgo del atardecer. Ya no cantaría (¡sí, era ella quien cantaba!), pero el rostro vuelto hacia él sería tan portentoso como la voz. Acisclo Aroca no olvidaría en la vida esa visión. Transcurriría un buen rato antes de preguntarse qué hacía la mujer allí, y segundos después lo estremecería la idea de haber tenido conciencia del canto mucho antes de que ella surgiese.