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El joven jinete detuvo el galope de su caballo y, ya al paso, lo llevó por el sendero empinado hasta la cumbre del cerro. Había cabalgado toda la noche y podía concederse unos instantes para ver desde la altura el pueblo del que había salido casi tres meses atrás. Todo seguía igual que el día de su marcha, hermoso y en paz: el Arlanzón discurría como una perezosa serpiente plateada entre campos rubios ya de trigo maduro; las tenues columnas de humo de todas las casas donde se cocía el pan se elevaban al cielo, de un azul clarísimo, con un filo rosado aún en el horizonte por el que el sol acababa de despuntar; la torre de la iglesia, a su izquierda, mostraba con orgullo la fe de los habitantes de la villa, y el sólido y chato castillo de Vivar proclamaba su empeño de defenderla contra cualquier ataque, tanto de moros como de cristianos. Por un momento se le cerró la garganta de emoción frente a aquella belleza, regalo de Dios, que conocía desde niño y que nunca había apreciado realmente. Sin embargo, ahora que a la vuelta de su primer viaje fuera de la comarca había visto otros lugares y tenía con qué comparar, la hermosura de su tierra, humilde tal vez al lado de la del feraz reino de Sevilla, le parecía más esplendorosa que nunca: porque era suya, porque era allí donde había abierto los ojos al mundo casi dieciocho años atrás, porque allí, entre el amor de su madre y la firmeza de su padre, se había hecho hombre, porque allí estaban sus recuerdos más dulces y las personas a las que más quería. Se persignó, dando gracias a Dios por haber vuelto sano y salvo, y durante unos momentos trató de imaginar cómo sería tener que dejar todo aquello para siempre, sabiendo que uno nunca podría regresar. Le recorrió un escalofrío y, como era costumbre, sacudió los hombros para espantar el mal augurio, con lo que su loriga lanzó un tintineo casi risueño. Por fortuna, don Rodrigo no le había enviado a traer las malas noticias, sino a avisar de su llegada, hacia la media tarde, para que todo el pueblo pudiera prepararse a recibir a los suyos. Dio una última mirada, abarcando campos, río, bosque, pueblo, iglesia, trigales y, muy abajo, las lejanas murallas de Burgos, chasqueó la lengua contra el paladar, apretó con las rodillas los flancos de Durán y, siguiendo el sendero sesgado que cruzaba el cerro, bajó al camino. Pronto fue descubierto por los niños del pueblo, que salieron en tropel a recibirlo dando gritos, silbidos y palmadas de alborozo. —¡Sancho ha vuelto! ¡Sancho ha vuelto! ¡Sancho Ramírez! Su hermano Martín, un niño vivaracho de ocho años, y su tres hermanas pequeñas —María, Mencía y Urraca— se abalanzaron sobre él dando gritos de gozo, y Sancho decidió desmontar y esperarlos a pie firme, antes de que acabaran pisoteados por los cascos del caballo. Lo abrazaron por todas partes: Martín de frente, las dos medianas cogidas a sus piernas, una por cada lado, y la pequeña, que no encontraba por dónde colarse, terminó agarrándose al tahalí de la espada, con la cabeza apoyada en sus posaderas, de modo que la levantó en brazos y se la cargó al hombro mientras caminaba rodeado de niños hasta la casa de su padre. Martín llevaba a Durán de la rienda y el caballo debía de haber captado ya el olor familiar de su pesebre porque, a pesar de la cabalgada nocturna, parecía haber cobrado nuevas fuerzas y venteaba, ansioso, lanzando cortos relinchos. Entraron al patio y, tras un momento de algazara y más saludos, esta vez adultos, Sancho se encontró abrazando a su madre, Mencía, una mujer hermosa y aún joven, casi tan alta como él, y de la que había heredado su pelo castaño claro, con tintes rojizos cuando brillaba al sol, así como esa sonrisa que calentaba el corazón de los que la recibían. Notó un obstáculo entre él y su madre y la apartó suavemente, mirándola a los ojos: —¿Otro hermano, madre? Ella sonrió, mirándose el vientre hinchado. —Tu padre tendrá un pedazo de pie de menos, Sanchico, pero para todo lo demás es un hombre entero —dijo una voz sonora detrás de él. Un instante después, una mano recia le palmeó el hombro y se encontró abrazado al cuerpo macizo de su padre. —Bienvenido a casa, hijo. Ya te echábamos en falta. —Pasa, pasa, ven a sentarte dentro; vendrás cansado —dijo la madre, acariciándole la mejilla sucia de polvo y sudor—. Voy a decir que te traigan agua para lavarte. —A su edad no cansa cabalgar unas leguas con la fresca de la noche —dijo su padre, mirándolo, orgulloso—. Pero vendrás con hambre. Sancho asintió sonriendo y volvió a tomar en brazos a la pequeña Urraca, que protestaba a sus pies. —Martín —mandó el padre—, lleva a Durán al establo y dile a Ramiro que ha llegado su hermano y que lo esperamos dentro. A ver qué noticias traes, Sancho. ¿Habéis estado en Sevilla? Ramiro Láinez, el padre de Sancho, cojeaba junto a su hijo mientras cruzaban el patio, siguiendo a las mujeres. Había sido herido de gravedad luchando en las mesnadas del rey don Sancho y, aunque su natural fuerte le había permitido sobrevivir, había perdido varios dedos del pie derecho, lo que lo inhabilitaba para la lucha. A caballo seguía siendo de temer, pero si el enemigo lograba descabalgarlo, sus posibilidades eran escasas. Por eso su señor, don Rodrigo de Vivar, había preferido dejarlo en casa, al cuidado del pueblo, y había tomado al joven Sancho en su lugar. —¿Ha quedado contento de ti nuestro señor don Rodrigo? —preguntó Ramiro, mientras el hijo se lavaba en la cocina, frente al fuego del hogar. —Sí, padre, no tengas cuidado. —Un buen señor merece un buen vasallo, no lo olvides nunca. Tú tampoco, Ramiro —añadió dirigiéndose a su segundo hijo, que acababa de abrazar a Sancho y se había sentado en el banco, un poco alejado del fuego. —Pero un buen vasallo merece un buen señor —dijo Sancho reflexivamente. —Sí, muchacho, sí. Todos vivíamos más felices con nuestro rey don Sancho, e incluso antes, con su padre, el gran don Fernando, pero ahora, muerto Sancho, la corona de Castilla ha recaído en don Alfonso y es voluntad de Dios que sea nuestro señor. —Se dice que no ha sido voluntad de Dios, sino del enemigo, que movió el corazón e incluso el brazo de Alfonso contra su hermano mayor en el sitio de Zamora —dijo el joven Ramiro. —No permitiré en mi casa calumnias contra nuestro rey —el tono del padre era tajante y la conversación se interrumpió mientras las mujeres traían dos hogazas de pan fresco, lonchas de tocino, puerco de olla, cebollas tiernas recién cogidas del huerto y una jarra de vino tinto. Unos momentos después entró Mencía con un cuenco de gachas endulzadas con miel, que colocó delante de su hijo. —Te las acabo de hacer, como a ti te gustan —le pasó la mano por el pelo, le dio un beso en la frente y se sentó a su lado. —Dios te lo pague, madre. Tengo un hambre de lobo. ¿Dónde está Leonor? —Tu hermana no se encontraba bien esta mañana. Luego bajará. Por el tono en que lo dijo y la forma de su padre de no escuchar lo que se hablaba, le quedó claro que sólo se trataba de una cosa de mujeres, algo sin importancia, así que empezó a comer a dos carrillos bajo la mirada de toda la familia. —Cuéntanos cómo es Sevilla —apremió el pequeño Martín con la boca llena de pan. —Deja que coma primero, hijo —intervino la madre. Los ojos de Sancho saltaban de rostro en rostro y vagaban por la cocina posándose en los objetos familiares a los que nunca había prestado la menor atención. Era hermoso estar en casa, pero también lo era haberse marchado para poder volver y contar lo había visto por el mundo. Terminó las gachas, se limpió la boca con el dorso de la mano y sonrió a su familia. —Luego os contaré todo lo que queráis saber, pero antes tengo que entregarle una carta a doña Jimena de parte de su esposo y avisar al padre Everardo de que prepare la iglesia. Don Rodrigo llegará al caer la tarde y quiere que se reúnan los hombres en la plaza después de misa. —¿Malas noticias? —preguntó el padre, poniéndose serio de repente—. ¿Hay que temer algún ataque del enemigo? Sancho negó con la cabeza y, disimuladamente, dirigió una mirada a los pequeños. —Todos a vuestras faenas —dijo el padre, comprendiendo de inmediato el mensaje—. Ya os contará sus viajes esta noche, después de cenar. Mujer, llévate a los hijos. Ramiro, tú quédate con nosotros. La madre se levantó y, con expresión dulce, a pesar de la preocupación que empezaba a sentir por las extrañas palabras de Sancho, azuzó a los niños como si fueran ocas, y salió al patio, dejando a los tres hombres en la cocina. —Ahora puedes hablar. Traes malas noticias, ¿verdad? —Las peores —contestó Sancho, mirándolo a los ojos—. El rey Alfonso ha desterrado a don Rodrigo. —¡Dios nos valga! —¡Miserable! —escupió Ramiro el joven, poniéndose de pie—. ¿Cómo se atreve a tamaño ultraje? —¿De qué lo acusa? —preguntó el padre, pálido y perplejo. Sancho tragó saliva. —De ladrón. —¡No es posible! ¿Ladrón don Rodrigo? ¿El más noble guerrero que jamás han visto los siglos? —El rey lo envió a Sevilla a recoger las parias que pagan a Castilla los moros de ese reino. Yo y otros veinte guerreros fuimos con él, recogimos los arcones que nos mandaron cargar, regresamos a tierras cristianas sin más que un par de escaramuzas sin importancia, y los entregamos en León al propio rey. Esa noche hubo fiesta y alegría general. Después se dijo que faltaban unos dineros que don Rodrigo se había embolsado; el rey se enfureció, y dio la orden de destierro. Nueve días para salir de Castilla. El padre hundió la cabeza entre las manos y quedó en silencio unos momentos. —Eso es una vil calumnia —dijo Ramiro, airado. —Lo es, hermano. Yo me dejaría matar por nuestro señor; porque sé que no es un ladrón. Pero la corte de Alfonso está llena de serpientes que le hablan al oído: nobles leoneses que hace dos generaciones que no han blandido una espada y se perfuman y adornan como mujeres; nobles de Oviedo que se creen superiores a los villanos