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Hace muchos años vivía un hombre muy rico y poderoso que tenía una vida llena de privilegios. Vivía en una casa enorme rodeada de hermosos jardines. Vestía las más elegantes ropas. Cuando él se ponía a pensar en todo lo que tenía, se sentía muy satisfecho. Sé, lo tenía absolutamente todo. Pero de lo que más orgulloso se sentía era la vieja bodega que él había construido en el sótano de su gran casa. Allí en la oscuridad estaban decenas de botellas de vino que para él eran un auténtico tesoro. Entre todas había una muy especial, la que él consideraba la joya de la corona por ser la más antigua y la mascará. Se la quedaba mirando y siempre la acariciaba con suavidad. Resulto que un día paso por su casa un hombre de negocios que gozaba de muy buena reputación en la ciudad. Mientras charlaba con él en el salón, pensó en bajar a la bodega y compartir con él su más preciada botella. Pero rápidamente cambio de opinión y pensó: - "no, no, será mejor que no! Este caballero no es lo suficientemente importante como para invitarle a beber mi fabuloso vino de reserva ... Solo le daré agua fresca!". Llego el oto fio y una tarde ventosa recibió una carta desde el palacio real que anunciaba que, en unas horas, recibirá la visita del príncipe del reino. Obviamente la idea le entusiasmo, pero se puso bastante nervioso. Será mañana el día más apropiado para abrir ese vino? ... Se trata ¿Del príncipe!... que haría, le invitará o no? La duda a que le corría desapareció rápidamente. Al fin y al cabo, no venta el rey ni tampoco el emperador, sino un joven príncipe que no podía apreciar un vino tan especial. Y así fue como el adiós fueron pasando y pasando hasta que él hombre se convirtió en un anciano que de viejo se murió. Tanto había esperado la ocasión perfecta para abrir su queridísima botella, que abandono este mundo sin probarla. Que lastima que no gozo ni de una gota del vino que más amaba.