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El canto del cisne Agatha Christie Eran las once de una mañana de mayo en Londres. El señor Cowan estaba mirando por la ventana, de espaldas a un magnífico salón de una suite del Hotel Ritz. La suite en cuestión había sido reservada para madame Paula Nazorkoff, la famosa cantante de ópera que acababa de llegar a Londres. El señor Cowan, que era el representante de madame, estaba esperando para entrevistarse con ella. Al abrirse la puerta, volvió rápidamente la cabeza, pero era sólo la señorita Read, la secretaria de madame Nazorkoff, una joven pálida pero muy eficiente, quien entraba. —¡Oh, es usted querida! —le dijo el señor Cowan—. ¿Madame no se ha levantado todavía? La señorita Read meneó la cabeza. —Me dijo que viniera a eso de las diez —dijo el señor Cowan—. Llevo esperando casi una hora. No demostró ni resentimiento ni sorpresa. El señor Cowan estaba acostumbrado a las extravagancias de un temperamento artístico. Era un hombre alto, bien afeitado, con un esqueleto demasiado bien cubierto y ropas impecables. Sus cabellos eran negros y brillantes y sus dientes de un blanco agresivo. Cuando hablaba tenía la costumbre de arrastrar las «eses», cosa que si no era precisamente un defecto, se acercaba mucho. En aquel momento se abrió una puerta al otro lado de la habitación y entró apresuradamente una joven francesa. —¿Se ha levantado ya madame? —le preguntó Cowan esperanzado— Dígame qué noticias hay, Elisa. Elisa se llevó ambas manos a la cabeza. —¡Esta mañana está como diecisiete demonios juntos, nada le complace! Las preciosas rosas amarillas que monsieur le envió anoche, dice que estaban bien para Nueva York, pero que es una imbecilidad enviárselas en Londres. Dice que aquí tienen que ser rojas, y acto seguido abre la puerta y arroja las rosas amarillas al pasillo en el momento en que pasaba un monsieur tres comme il faut, un militar, según creo, y el pobre está justamente indignado por el hecho. Cowan enarcó las cejas, pero no dio otras pruebas de emoción. Luego, sacando un librito de notas de su bolsillo escribió en él: «rosas rojas». Elisa volvió a salir por la otra puerta y Cowan regresó de nuevo junto a la ventana. Vera Read, sentándose ante el escritorio, empezó a abrir cartas y clasificarlas. Transcurrieron diez minutos en silencio y al fin abrióse la puerta del dormitorio y Paula Nazorkoff hizo aparición en el saloncito. El efecto inmediato fue que éste pareciera más reducido, Vera Read más pálida y que Cowan se convirtiera en una mera figura decorativa. —¡Aja! ¡Hijos míos! —dijo la prima donna—. ¿No soy puntual? Era una mujer de gran estatura y, para ser cantante, no demasiado gruesa. Sus brazos y piernas seguían siendo esbeltos y su cuello era una hermosa columna. Sus cabellos, que llevaba sujetos en un moño, tenían un color rojo oscuro brillante y si debían su color a la cosmética el resultado no era menos efectivo. Ya no era una mujer joven, por lo menos tendría cuarenta años, pero las líneas de su rostro no perdieron encanto, a pesar de las arrugas y bolsas que circundaban sus ojos, oscuros y llameantes. Tenía la risa de un niño, la digestión de un avestruz, el temperamento de una fiera, y se la conocía como la mejor soprano dramática de sus tiempos. Volvióse para dirigirse a Cowan. —¿Ha hecho lo que le pedí? ¿Se ha llevado ese abominable piano inglés para arrojarlo al Támesis? —Tengo otro para usted —dijo Cowan, indicando con un gesto el rincón donde estaba. La cantante corrió hacia él y alzó la tapa. —Un «Erard» —dijo— esto es otra cosa. Probemos. La hermosa voz de soprano desgranó un arpegio y luego subió y bajó toda la escala de voces, luego se elevó suavemente hasta alcanzar una nota alta, la sostuvo, aumentándola paulatinamente de volumen, luego volvió a suavizarla hasta que murió en la nada. —¡Ah! —dijo Paula Nazorkoff con ingenua satisfacción—. ¡Qué voz más hermosa tengo! Incluso en Londres mi voz es hermosa. —Cierto —convino Cowan de corazón—. Y apuesto a que Londres se rendirá a sus pies, igual que Nueva York. —¿Usted cree? —preguntó la cantante. Había una ligera sonrisa en sus labios y era evidente que su pregunta era un mero comentario. —Seguro —dijo Cowan. Paula Nazorkoff cerró el piano y dirigióse a la mesa con el andar ondulante que tanto resultaba en la escena. —Bien, bien —dijo—. Hablemos de negocios. ¿Lo tiene todo arreglado, amigo mío? Cowan sacó unos papeles de la cartera que dejara sobre una silla. —No se ha cambiado gran cosa —observó—. Cantará cinco veces en el Covent Garden, tres veces Tosca y dos Aida. —¡Aida! Bah —dijo la prima donna—; será un aburrimiento insoportable, Tosca es distinta. —Ah, sí —replicó Cowan—. Tosca es su papel. Paula Nazorkoff se irguió. —Soy la mejor Tosca del mundo —dijo sencillamente. —Eso es —convino Cowan—. Nadie puede igualarla. —Supongo que Roscari hará de «Scarpia»... Cowan asintió. —Y Emilio Lippi. —¿Qué? —gritó la cantante—. Lippi, esa rana asquerosa... croac... croac... croac. No cantaré con él, le morderé... le arañaré la cara.