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alrededor de sus ojos le dan aspecto de lechuza y apenas puede mover los labios. — Cuánto lo siento, Piddy. Perdóname — dice. — No se preocupe, Beba. Fue un accidente — digo. — Sí, un accidente — repite ella. — Yo lo limpio. Alza la vista, todavía embriagada por la canción. Trato de alejarme, pero en un arrebato me abraza fuertemente. Siento que me ahogo con la combinación de alcohol y perfume que emana de su cuerpo. — Todo el mundo comete errores — dice agarrándome la cara con las dos manos y mirándome fijamente como un hipnotizador profesional —, especialmente en el amor. Siento que me suben los colores a la cara y enseguida me ajusto el cuello del suéter que se me ha bajado dejando a la vista la obra de Joey. ¿Cómo es posible que ella sepa de nuestro encuentro en el sótano? Trato de zafarme, pero no puedo. — Todos cometemos errores, Piddy — susurra —. Todos, absolutamente todos. Mira a tu pobre madre. En ese momento llega Lila e interrumpe la conversación. Mueve la cabeza de un lado a otro al ver todo el piso mojado y sucio. — ¡Beba! ¿Qué diría tu esposo si te viera así? — La ayuda a enderezarse y le toca la frente —. Listo, es hora de quitarte esa mascarilla para ver si te ha eliminado años de encima. Y van las dos zigzagueando hasta el cuarto de baño, Beba bailando un chachachá y muerta de risa. Mami está en el fregadero de espaldas a la puerta cuando me acerco a la cocina. Aquí hay más tranquilidad y menos calor. Al verla así, nunca pensarías que hubo un tiempo en que fuera parte de este grupo de mujeres. Ha estado escondida en la cocina la mayor parte del tiempo, la aguafiestas, para no variar, saliendo de vez en cuando a recoger los vasos y platos sucios y rellenar las bandejas con comida. Tiene puesto unos guantes de fregar amarillos y lava los cubiertos de plástico con agua caliente. Odia malgastar. De repente, cuando voy a entrar, me quedo paralizada. Mami mueve las caderas de un lado a otro de forma seductora. Me quedo a la entrada de la cocina para asegurarme de que el calor no me hace ver visiones. Pero no, mami definitivamente está bailando, aunque sea ella sola. Nunca antes la había visto bailar. Hace una pausa cuando solo se oye la música de piano. Inclina la cabeza para escuchar mejor y saca las manos del agua. De repente, sus dedos se mueven al compás de la música a través de unas teclas imaginarias. — ¡Vaya! — digo. Ve mi reflejo en el cristal de la ventana y no se mueve. — ¡Qué susto! No vuelvas a entrar así. — Mami se sonroja y me señala la pila de platos sucios —. Estas mujeres comen como animales — dice sin darse la vuelta —. Al menos estarán comprando . . . — No mucho. — Como era de suponer. Solo vienen a comer, beber y bailar. Son unas tacañas. ¿Qué piensan? ¿Que Lila tiene dinero? Si fuera por mí, las echaba a todas ahora mismo. — ¿Por qué no sales a bailar un rato? Lo haces muy bien. Mantiene la vista en el agua sucia, donde flotan trocitos de pastelito, pero puedo ver que sonríe. Seguramente ha estado de pie todo el día en Attronica; lo sé porque tiene los tobillos hinchados. — ¿Y quién tiene tiempo para bailar, niña? Me acerco al fregadero y agarro un rollo de papel toalla. Justo cuando me doy la vuelta, mami me toma por el brazo. — ¿Qué es eso? — pregunta señalando mi cuello con la barbilla. Alzo la mano, pero demasiado tarde. Seguramente el cuello del suéter se movió cuando me agaché a ayudar a Beba. Y, peor aún, con el calor, el maquillaje encubridor ha desaparecido. Los ojos de mami parecen inyectados de sangre mientras se acerca para verme bien. Su cara muestra la misma palidez que cuando está muerta de cansancio, pero esta vez además está furiosa. — No es nada, mami. Tengo que limpiar lo que cayó al piso. Por favor, déjame ir. — Yo no soy tonta. Eso es un chupón. ¿Quién te lo hizo? Parada ahí, con el rollo de papel de cocina en la mano, dudo por un instante. Me sujeta fuertemente por el brazo y empiezo a sudar copiosamente. — Me estás haciendo daño, mami. Por favor, suéltame. Pero sus dedos hacen más presión todavía. — Ahora me explico dónde estuviste la otra noche. Restregándote con un chico, como una cualquiera. Logro soltarme. Ahora soy yo la que está furiosa. — Yo no soy una cualquiera, y tú no sabes nada de nada, mami. Estoy a punto de decirle «mira quién habla de ser una cualquiera» cuando recuerdo la promesa que le hice a Lila. Me muerdo la lengua y salgo disparada hacia la puerta, pero antes me vuelvo hacia ella, la miro duramente y le digo: — Lamento que ya no sea tu angelito. El reloj marca las doce para cuando la fiesta ha terminado. Hubiera durado toda la noche, de no ser por un vecino que comenzó a dar golpes en el techo, y Lila prefiere no tener problemas con ellos. Al final, vendió trescientos dólares. Colocó cincuenta dólares en el bolsillo de mami antes de despedirse con un abrazo. — Ten paciencia, ¿o es que ya no te acuerdas de que tú también fuiste joven? — escucho a Lila susurrarle a mami. Me quedo mirando el edificio mientras nos sentamos dentro del autobús. Mami no me habla, eso está claro. Saluda con la mano a Lila, quien nos vigila desde la ventana para asegurarse de que ya estamos en el autobús. Lila nos lanza un beso desde la ventana y cierra las persianas. Junto las manos y miro por la ventanilla una vez más; todo está en silencio. — ¿Buscas a alguien? — pregunta ella. Le doy la espalda y finjo que no la he escuchado. 16 Al día siguiente llego a la puerta del colegio puntualmente a las 8:55. Tengo los ojos medio cerrados y ni siquiera he tenido tiempo de cepillarme los dientes. Mami estaba tan cansada que se quedó dormida ¡precisamente hoy! Me vestí con lo mismo que me puse la noche anterior y tomé un atajo para llegar antes al colegio, mientras mami fue a esperar al autobús para ir a su trabajo. Cuando llego, el señor Flatwell ya está esperándonos, como era de suponer, en el lugar acordado. Prefiere reunir a su rebaño de víctimas y llevarnos en grupo, una técnica que seguramente aprendió en su profesión. Lleva puesta una gorra de felpa y un chaquetón oscuro. Puedo ver el humo que sale del café que seguramente compró en el restaurante griego de la esquina. — Buenos días, señorita Sánchez — dice dando un sorbo. Me falta la respiración, pero ni siquiera puedo apoyarme en la puerta de la entrada, porque ya ha sido decorada para Halloween con pegotes de yemas de huevo y crema de afeitar. Somos cinco en total. Miro de reojo al grupo y decido que no me interesa hacer amistad con ninguno de ellos. Uno de los chicos es tan grande como un camión; lleva los pantalones casi por el suelo y los bolsillos le caen a la altura de la parte de atrás de sus rodillas. Su rostro no muestra ninguna expresión y da un poco de miedo. Hay una chica con chaqueta de cuero que tiembla de frío. Tiene el pelo pintado de rubio, las piernas flacas y cicatrices en la nariz. También hay un chico bajito, que lleva unos aros con diseño de piel de leopardo, que dilatan todo el lóbulo de sus orejas. Creo que se llama Pipo. Después de cinco minutos el señor Flatwell mira su reloj y nos hace una señal para que entremos. Pasamos frente a la mesa de la secretaria, que nos sonríe como dándonos la bienvenida. La oficina principal está a oscuras y la puerta está cerrada como de costumbre, pero la Oficina de Programas Comunitarios permanece siempre abierta. Al final del pasillo se reúne una clase de inglés como segundo idioma para adultos. Fuera, dos niños asiáticos corren de un lado a otro esperando a que sus mamás terminen la clase de inglés. A lo lejos se escucha la voz del profesor: «Repeat: May I have the check please?». La clase repite la frase a coro, pero no suena ni remotamente igual. El señor Flatwell abre la puerta del aula e inmediatamente nos llega un olor a polvo y a sudor. Me dirijo a la fila de atrás, pero antes de que las luces fluorescentes terminen de parpadear, me hace una seña para que me detenga. — Hoy, no, señorita Sánchez. Todos al frente de la clase, como una familia bien unida. Echo un vistazo a mis compañeros y me deslizo en el segundo asiento sin decir una palabra. A mi lado ha quedado un sitio vacío. A continuación, el señor Flatwell abre la gaveta del escritorio con llave y nos pide que le entreguemos nuestro material de «contrabando»: teléfonos, música, chicle . . ., todo lo que no está permitido. Hablar también está terminantemente prohibido, como si en realidad tuviéramos algo en común que decirnos. Habrá un descanso de diez minutos para ir al baño a las diez y media y . . . Lo interrumpe el ruido de unas botas por el pasillo. Se vira hacia la puerta para ver quién ha llegado. — Ya pensaba que se le había olvidado — dice el señor Flatwell. Cuando me viro para ver quién es, se me congela la sangre. Yaqui Delgado está en la puerta. Me escurro en el asiento y fijo la vista en la pizarra. La cabeza me da vueltas. ¿No había dicho Darlene que la habían suspendido? ¿No debería estar pudriéndose en la cárcel? — El autobús pasó tarde — dice Yaqui. — Pero el anterior, no — contesta el señor Flatwell. Yaqui entra al aula y, de repente, siento un escalofrío. El asiento que está vacío a mi lado es como un monstruo magnético. No puedo respirar. El señor Flatwell alza la mano en el aire. — Señorita Delgado, usted tenía que haberse presentado a las 8:55 en punto. Son las 9:06. Ahora tendrá que venir los próximos dos sábados. Por favor, pase por mi oficina el lunes. Estoy tan contenta que quisiera abrazar al señor Flatwell. Pero a Yaqui no le ha hecho ninguna gracia. Está tan cerca de mí que puedo percibir su furia. — No es verdad. Solo he llegado cinco minutos tarde — dice ella. — Once — dice el señor Flatwell —. Sume bien. El señor Flatwell saca una carpeta y comienza a revisar unos papeles. — Hasta la semana que viene — dice él. — No voy a venir la semana que viene — contesta Yaqui.